Había llegado por recomendación de una encantadora pareja australiana. Compartimos noche, y frío, en una jaima donde además de nosotros tres pernoctaba también, hombro con hombro y escopeta en la mano, la madre de la familia de los nómadas Qasqhai que nos había acogido. Después de intentar ayudar, o molestar mejor dicho, con los rebaños, al terminar el día Rebecca y Darren me habían comentado que, si pudiera, no dejase de visitar un pueblo precioso llamado Varzaneh. Para ellos un lugar encantador. Para mí, una sorpresa increíble. Me dieron un contacto y a los pocos días estaba disfrutando del lugar dándoles las gracias por la recomendación. Si no fuera por ellos difícilmente hubiera pasado por allí.
Terminaban mis días por Isfahan con la sensación de no haber disfrutado todo lo que merece la ciudad. Podría haber estado una semana y aun así me hubiera ido con la misma sensación. El caso es que dejaba la ciudad atrás pero me dirigía a una de las sorpresas del viaje. Había quedado con el chico del hostal en un cruce donde me debía dejar el autobús. Poco más de cien quilómetros separan Varzaneh de Isfahan, tiempo suficiente para mirar por la ventana e intentar averiguar qué es lo que escondía el pueblo al que me dirigía, ¿por qué me lo habrían recomendado?
Una vez en el autobús, y tras buscar y rebuscar sin éxito alguna indicación sobre Varzaneh en dos guías que llevaba, incluida la mundialmente popular, encuentro información gugleando. Se trata, dicen en alguna página, de un sitio de clima árido famoso por su espectacular desierto. Resulta también interesante su lago de sal, con una inmensa llanura y llama la atención el cielo azul y el terreno blanco, comentan otros.
Desierto y lagos de sal
A parte de la excursion a desierto y lago, poco más tiempo me iba a quedar para visitas por los alrededores. La falta de tiempo, que no de ganas, hizo que tuviera que escoger entre visitas a museos, molinos de trituración mediante camellos, pozos de los que se extrae el agua mediante la fuerza de un buey, un caravanserai e incluso cascadas espectaculares. La elección la tenía clara, pasaría el (poco) tiempo que estaría por Varzaneh caminando por sus calles, acercándome hasta el viejo puente, visitando sus mezquitas, y viendo a la gente pasar. Me gustaría poder decir que lo que más me apetecía era conversar con los lugareños, pero sabía que las probabilidades de que hablaremos la misma lengua eran menos que mínimas.
Al llegar al hostal y sin tiempo para nada decido unirme a un matrimonio francés e ir a visitar tanto el desierto como el lago. Ya tendría tiempo de recorrer las calles del pueblo a la vuelta y a la mañana siguiente. Un camino de tierra nos lleva a ambos lugares, interesantes los dos, aunque tenía la sensación de que en Varzaneh iba a encontrar algo más.
Al final el hostel estaba lleno, el típico overbooking, pero que en Irán no significa nada malo. En mi caso las consecuencias fueron que me llevaron a dormir a casa de una pareja encantadora con una hija lista y curiosa a partes iguales. El idioma no fue obstáculo para que disfrutase de su compañía y me riese con la pequeña. Es repetitivo, hasta cansino, describir a las gentes iraníes como hospitalarias, pero no me cansaré de decirlo, igual que ellos no se cansaron de serlo.
Me encanta dormir en el suelo, sobre todo si es en una alfombra mullida. La costumbre de descalzarse en las casas, y comer y dormir en suelo, es de las cosas que me gustaría adoptar en mi día a día. Hace que el contacto con la tierra, con el suelo que pisamos, sea mayor, que se cree un vínculo (aunque no nos demos cuenta o pase desapercibido) que nosotros no tenemos. Dormir en alto, comer en mesas, y sentarnos en sillas, nos eleva a los occidentales por encima de la naturaleza, nos aleja de ella. Nos sentimos superiores de alguna forma y no queremos su contacto.
Chadores blancos por las calles de Varzaneh
Lo que de verdad llamó mi atención fueron las vestimentas de las mujeres. En Varzaneh, al contrario que en los demás lugares de Irán, la mayoría visten un chador de un color blanco impoluto. Se ven algunos negros, sí, pero son los blancos los que predominan y resaltan en los paseos por las calles. Una auténtica gozada. Las gentes, incluso los lugareños, no se ponen de acuerdo en el origen de esta curiosa tradición. Algunos opinan que se remonta a cuando el pueblo era mayoritariamente zoroastra, y al igual que han conservado una lengua antigua también han conservado el chador blanco, ya que se trata de un color santo para ellos. Hay otros que opinan que el color blanco es debido a la abundancia de algodón en la región. Y los hay incluso que creen que se trata del color blanco debido a las altas temperaturas del verano, y es el blanco un color mucho más cómodo para esas altas temperaturas.
Me había pasado en todos los pueblos y lugares que había visitado en Irán y en Varzaneh se volvía a repetir. Esa sensación de que me hubiera quedado a disfrutar del lugar y de sus gentes durante una semana, por lo menos. De querer quedarme más tiempo. De querer descubrir historias. De conversar, o intentar comunicarme, con gentes del lugar no para intentar comprender nada (eso lo descarto de antemano) sino por el simple hecho de escuchar relatos sobre lugares y gentes que desconozco. Es sin duda Varzaneh uno de esos lugares inesperados que acontecen en todos los viajes, siempre que nos dejemos llevar por el viento, y que se quedan grabados de una forma más profunda que aquellos más transitados. Un lugar y una sorpresa impolutamente blanca.
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