La primera impresion que tuve de Kioto a mi llegada no fue demasiado fascinante. Todo lo maravilloso que había oído y leído sobre la ciudad, puede que fuese verdad, pero estaba lejos de ser tan increíble como había imaginado. Al menos esa es la impresion que me da al llegar a la ciudad en autobús, de noche, y andar hasta lo que sería mi alojamiento durante una semana. Para bien o para mal, muchas veces se producen falsas impresiones sobre los lugares que visitamos, sobre todo cuando uno acaba de aterrizar en lugares desconocidos a deshoras. Las expectativas, por lo general, suelen acarrear decepciones.
Sin embargo, la “decepción” de la noche anterior desaparece por completo a la mañana siguiente, cuando comienzo a deambular por la ciudad, por sus calles, a cruzarme con sus gentes y a disfrutar de su arquitectura. Sí, es como lo había imaginado, una ciudad que mezcla y combina tradición y modernidad de una forma encomiable; esa es Kioto, orgullosa de su pasado, del que no reniega ni al que se agarra, sino que usa para mirar al futuro con calma.
Caminando por la ciudad, la mente queda atrapada por la armonía y la paz dominantes; es ella la que ha debido transmitir a sus gentes esa forma de ser, o quizá sea al contrario, y sean sus gentes las que han hecho a Kioto como es. Sea como fuere, es una ciudad única con alma, que va mucho más allá de lo que se siente en otras ciudades; hay pocas que tengan un no sequé especial y Kioto, con certeza, forma parte de ese grupo. Majestuosa, delicada y robusta, amigable y orgullosa, fría y cálida, evocadora y tranquila, moderna y clásica, armónica y pausada, simple y ritual; esa es Kioto, además de ser considerada una ciudad con suerte, ya que se ha salvado de todos los bombardeos durante las sucesivas guerras que han acontecido a su alrededor. Kioto, con su espíritu medieval, es una ciudad moderna a la vez que representativa de la cultura japonesa.
El distrito de Gion es simplemente mágico; en él abundan las casas bajas de madera, calles estrechas en las que el tránsito hoy día debe ser parecido a como lo era hace siglos, incluyendo los paseos de las gueisas y las maiko-san, que hacen al barrio auténtico y único. La herencia medieval y las tradiciones van de la mano con la tecnología en la antigua capital nipona sin ningún tipo de problema; muy al contrario, se complementan de manera perfecta. Después de dejar Gion atrás, las historias del pasado se quedan en mi mente, así como los pensamientos sobre tiempos lejanos y personas que habitaron el barrio desde siglos atrás.
Se puede decir que tradición y modernidad nunca han estado tan unidas; arquitectura y gente se solapan y miran hacia el futuro, con la presencia palpable del pasado y de la tradición como no se ha visto en ningún otro lugar. Kioto y sus gentes no son sólo armonía, tranquilidad y tradición, sino que muestran también un gran respeto por el medio ambiente (de ahí lo de aquel famoso protocolo que viene a la mente al escuchar el nombre de la ciudad), y pone el énfasis en el progreso sin dejar de tener presente el pasado, mostrándose más que satisfecha de llevar a sus espaldas un legado cultural esplendoroso que le da el haber sido capital imperial durante más de 1.000 años.
Sus gentes han hecho del vivir un arte y viven de una forma pausada, abrazando y disfrutando la vida al mismo tiempo. Convivencia entre la naturaleza, la ciudad y el alma; Kioto es el hombre hecho ciudad, con sus contradicciones de pasado y su mirada hacia el futuro, con su capitalidad y su provincianismo. Templos, jardines, y laderas montañosas, sin faltar un centro urbano, parecido, que no igual, al que podamos encontrar en cualquier otra gran ciudad de mundo.
Kioto es única, quizá por esa combinación de todo lo bueno que puede desear tener una ciudad; es no sólo una de las más bonitas del mundo, sino la ciudad que más gratamente me ha sorprendido. Seguramente si pudiese ser una ciudad, elegiría ser Kioto.