Debo reconocer que tenía Teherán en mi mente como lugar de comienzo y de final del viaje por tierras iraníes. Poco más. Ni había leído mucho ni me apetecía pasar más tiempo del necesario en la capital. Aun así, y como hasta la salida del tren que me llevaría hacia el sur del país, tenía un día completo, intentaría dar algunos paseos.

A través de un amigo de un amigo había estado en contacto con Zahra, residente en Teherán y quien habla español como si fuera su lengua materna. Zahra, sin conocerme de nada, había venido hasta mi hotel y se ofrecía a enseñarme su ciudad. Nada más verme al estrecharle la mano para saludarla, me plantó tres besos. Tres besos que me dejaron sin saber cómo reaccionar y que hicieron que mi llegada al país de los Ayatollahs fuese parecida a como si hubiera llegado a París. Nada más aterrizar en la antigua Persia ya notaba la hospitalidad de la que tanto me habían hablado y borraba de un plumazo cualquier prejuicio o duda sobre el país.

Una vez hechos los saludos y explicarme que los jóvenes se besan si se conocen y que no pasa nada, se ofrece a llevarme donde me apetezca de la ciudad, a ver aquello en lo que esté más interesado. Lo que más me apetecía era charlar con ella sobre su país, escuchar de primera mano historias era más que suficiente para mi. Cogimos el metro, un metro que siempre va concurrido pero que en horas punta va como en Tokio, con la diferencia que aquí no hay nadie que se dedique a empujar a lo usuarios para entrar y que en Teherán hay un vagón exclusivo para mujeres. Vagón al que ante mi asombro, me llevó Zahra, ya que dijo, es sólo una parada y no pasa nada. La verdad es que no pasó nada y las mujeres que allí había tampoco reparaban en mí presencia, pero viajar en metro en el vagón de las mujeres (muchas de ellas con chador negro) no es como había imaginado mis primeros trayectos por lo que era la capital de los ayatolás.

El tópico de los grafitos de la embajada americana

Nos acercamos hasta la antigua embajada americana que era lo único que realmente quería visitar. Se que es un típico tópico en las visitas extranjeras a la capital iraní (y así me lo confirma mi acompañanete), pero me apetecía muy mucho ver los grafitis propagandísticos y de temática antiamericana que allí todavía hay pintados. Veo la estatua de la libertad pero poco más, está anocheciendo y la conversación con Zahra hace que casi no vea los muros. Ya tendría tiempo de verlos en otro momento. Si no se había movido en décadas podrían esperar unas horas más, digo yo.

Mi llegada a Teherán había sido un tanto extraña. Extraña por lo normal que era ir caminando por sus calles hablando en castellano como si fuera lo común, y extraña por constatar que lo que los medios muestran de Irán es sólo una parte, quizá la más pequeña, de lo que hay en el país. Ante mi sorpresa no me encontré ningún terrorista por la calle como me habían comentado. Me cuenta Zahra como muy poca gente asiste a las mezquitas y poco a poco deduzco que no muchos son seguidores acérrimos del régimen. Que la gente, sobre todo la más joven, quiere un cambio y más libertad. Cómo las costumbres de hace décadas van desapareciendo y las restricciones no son tan estrictas. Y no hace falta que me cuente sino que lo constato, que el chador negro no es la prenda principal de las mujeres al vestir. La mayoría prefieren un pañuelo que se acomodan en la cabeza cada poco tiempo. Un pañuelo que en muchos casos deja ver el pelo arreglado de las mujeres y que en algunos otros, más que pañuelo parece una bufanda de cómo lo llevan de caído. Se ve que la policía de la moral ya va aceptando según que tipo de cosas.

Había leído y aunque brevemente me había informado sobre el país, con lo que no me sorprendió que en Irán las mujeres vistieran igual que lo hacen las mujeres en muchas otras partes del mundo y que se maquillaran incluso más, lo que si me sorprendió, aunque fuera un poco, es lo orgullosas que lucían las vendas y tiritas que mostraban que habían sufrido una operación estética en su nariz. Me comenta Zahra que es una moda muy expandida ya que ahora han cambiado los gustos en cuanto a narices, y tanto hombres, pero sobre todo mujeres, pasan por el quirófano. Quizá sea la cosa que más me sorprenda en mis primeras horas por Teherán. Ver cientos de narices con las minivendas es una cosa cuando menos curiosa. Días más tarde, mientras caminaba por Shiraz, en una de las tiendas  de ropa, incluso un maniquí mostraba dichas vendas. Espero que al menos no lo hubieran llevado al hospital para la operación.

Quería volver a ver los graffitis de forma más pausada, así que a primerísima hora volvía a andar por las calles que lo había hecho la tarde anterior. Observo con detenimiento como la gente pasa frente a los dibujos de los muros y, muchos de ellos, al ver que yo los contemplo también dirigen su mirada. Pareciese que no supieran que están allí. Quizá los han visto tantas veces que de tan normales ya los han olvidado. O quizá fuese que no le encontrasen la gracia a mirar esos gratifis antinorteamericanos y les pareciese una pérdida de tiempo por mi parte. Qué se yo. Es lo que suele pasar con las cosas de las ciudades donde vivimos.

El bazar, motor de las ciudades iraníes

Una vez vista la antigua embajada americana, y como todavía tenía varias horas hasta mi partida, decido seguir con las visitas típicas por la ciudad. Me acerco hasta el majestuoso palacio de Golestam (que ni fu ni fa,  no soy mucho de palacios) y hasta el bazar. Aunque van perdiendo peso, los bazares de Irán (y Teherán no es una excepción) son el auténtico motor de las ciudades. Lo palpo y siento al caminar por sus calles y sus puestos. Más que un bazar podríamos hablar de una auténtica ciudad, que a parte de tiendas, tiene restaurantes, sitios donde tomar té, o mezquitas donde rezar. Puedes pasarte el día entero allí y no necesitar nada del exterior. Aunque muy concurridos, tengo que reconocer que pasear por los bazares es espectacular, llega a atrapar y entras casi en trance al deambular por ellos sin rumbo fijo y sin saber a dónde te diriges, sólo mirando las tiendas y a los iraníes comprando. Y si hay algo que choque es ver mujeres vestidas con chador negro, cubiertas de cuerpo entero a excepción del rostro, comprando ropa interior de colores vivos y de tamaño minúsculo, tan minúsculo como el hilo dental. Sorprende la verdad pero da un alegre toque de color.

Hay una cosa de la que me puedo quejar en la capital iraní: los pasos de cebra. Los pasos de cebra parecen tener una función completamente diferente a lo que estaba acostumbrado. Pareciese que indican lo contrario que en otros países del mundo. Los conductores al acercarse a ellos en vez de frenar aceleran. Y sorprende y asusta, sobre todo al principio. Al final terminas por acostumbrarte. Posiblemente lo más difícil en Teherán sea cruzar las calles, puedes estar varios minutos tranquilamente para cruzar de una acerca hasta la otra. Unas calles en la tienes que esquivar coches, motos en una dirección, más motos que vienen por el mismo carril pero en otra dirección y más coches que ya no sabes ni por dónde vienen. Una cosa está clara, hay que pasar al otro lado cuando es necesario y para ello decido que lo mejor es hacerlo a la vera de un local. Nunca falla. Ellos conocen mejor que yo las “reglas” y me regalan una sonrisa al verme a su lado repitiendo sus mismos movimientos.

Las primera toma de contacto con Irán había sido más que satisfactoria. Había entrado en contacto con un país que por lo que muestra, más bien pareciese estar en el lado del bien y no en ese Eje en el que se le metió hace alguno años y del cual parece no quieren sacarle.

Después de casi cuatro semanas recorriendo el país volvía a Teherán para mi vuelo de regreso. Me había encontrado con Zahra un par de veces durante mi ruta, una en el pueblo Meymand (donde todavía viven en cuevas que llevan habitadas miles de años) y otra en la ciudad sagrada de Qom (donde estudió Jomeini). Ella era la guía de una pareja de argentinas muy divertidas. Habíamos quedado para despedirnos cuando volviera antes de ir al aeropuerto así que una vez de vuelta en Teherán tenía poco tiempo y tenía que elegir mi última visita. Decidí que iría a ver el mausoleo de Jomeini en el cementerio de Behesht-e Zahra. Un edificio que construyeron tras su muerte y que todavía está en construcción. Lo único que me impresiona es su tamaño. Aunque se respira devoción en la mayoría de los visitantes ni sorprende mucho ni impresiona. Mucha gente reza, alguna otra llora, muchos se sientan en las alfombras en alrededores de la tumba y la algunos se hacen fotos de recuerdo. Un recuerdo visual que me llevo de mi última visita por la capital de la antigua Persia.