Lo había imaginado desde pequeño, lo mismo que otros lugares míticos de los que había oido hablar o había visto alguna vez por televisión. Lugares que escuchamos e imaginamos su existencia pero creemos que nunca visitaremos. Lugares míticos y llenos de leyendas. Pues bien, en ese preciso momento, estando a los pies de la Puerta de las Naciones, Persépolis se encontraba frente a mi. No lo llamaré desilusión porque no fue tal, sino unas expectativas creadas un tanto exageradas. Como exagerado es el número de turistas que disfrutan de los paseos por la antigua ciudad conmigo. Es lo que tiene llegar en hora punta.
Subo las escaleras que llevan al recinto, atravieso la Puerta de las Naciones con sus toros alados haciendo guardia en la entrada y siento al observar Persépolis ante mi, que hay lugares que deberían haberse respetado, que Alejandro Magno debería haber sido considerado con la humanidad y haber dejado el lugar tal cual estaba cuando él se lo encontró. Desde pequeño mi madre siempre me dijo que las cosas hay que dejarlas como las encontramos. No fue el caso del señor Magno, que arrasó con la ciudad sin contemplaciones e incluso con saña. Imagino que por pura envidia. Ciudad en la que se suceden un conjunto de palacios, mandados construir por el rey de los aqueménidas Darío I el Grande. Persépolis, ciudad que no era la capital administrativa sino lugar de celebraciones, llegando a ser considerada el centro del gran imperio persa, y por lo tanto del mundo.
Alejandro Magno sobre el año 330 a.C, no sólo ocupó, sino que saqueó e incendió Persépolis, siendo el principal culpable de que, a día de hoy no podamos disfrutar de la ciudad y de sus palacios en todo su esplendor, sino que tengamos que imaginarnos cómo fue. Que tengamos que hacer un ejercicio mental para hacernos una idea de la grandiosidad de la ciudad en la época y del poder que llegó a tener. Que veamos las columnas negras imponentes solamente en recreaciones que nos muestran los libros, las originales ardieron por las llamas provocadas durante el saqueo. Está bien eso de terminar con un imperio, pero ¿No podíais haberte llevado los tesoros y haber dejado en pie Persépolis para que la pudiéramos contemplar señor Magno?
Terminaba con la victoria de Alejandro Magno el Imperio Persa o Aqueménida, que había comenzado en el siglo VI a.C. siendo su máximo esplendor hacia el 500 a.C. cuando abarcaba un amplio territorio, sin igual en la época, cubriendo desde lo que hoy sería Irán hasta Afganistán, Turquía o Rusia, y llegando hasta Líbano o Chipre, además de los territorios que quedaban entre dichos países. No había otro imperio igual, aunque los antiguos griegos eran su rival más conocido. Hasta que llegó el macedonio Alejandro Magno y arrasó con los aqueménidas.
Persépolis, una ciudad de lujo y celebración
Palacios maravillosos llenos de lujo, una apadana espectacular donde realizar las audiencias, jardines iguales a los del paraíso, tesoros infinitos (se dice que Alejandro Magno necesitó más de 3000 camellos para llevárselos), se suceden en lo que debió ser un lugar de lujo y celebración, donde los dirigentes extranjeros eran invitados a rendir pleitesía y a disfrutar de las celebraciones que allí se llevaban a cabo. Un lugar con el que Darío I quería impresionar a sus invitados y estoy seguro de que lo conseguía. Si alguno de los palacios debió destacar sobre el resto e impresionar a los invitados, ese debió ser el Palacio de las Cien Columnas, en el que 36 columnas en 6 filas sostenían la cubierta. Hoy podemos apreciar poco más de 10, y claro, ya no sostienen más que el aire encima de ellas.
Durante el recorrido por Persépolis disfruto de esculturas mitológicas con partes de hombre, parte de animales como pájaros o toros, o relieves de soldados caminado y desfilando. Todo ello se sucede por el complejo de Persépolis para formar un conjunto que impresiona al visitarlo pero que impresiona aun más al imaginarlo en todo su esplendor. Por algo son las ruinas más famosas del país y por las que mucha gente hace el viaje hasta Irán. Doy fe de ello. No habrá otro lugar durante el viaje por Persia en el que comparta espacio con tantos extranjeros.
No hay mejor forma de terminar los paseos por Persepolis que subir hasta lo alto de una colina, en la que bajo un relieve del símbolo de los zoroastros, se hallan posiblemente las tumbas reales de Atrajeres II y III, y desde donde hay unas vistas impresionantes de la antigua ciudad persa. Desde aquí arriba la panorámica que nos ofrece abarca toda la ciudad. Una ciudad a la que llegaron, 2531 años antes que yo, las primeras delegaciones a rendir tributo a Darío I.
Naqsh-e Rostam, unas tumbas excavadas en la montaña
Para que la visita a Persépolis fuese redonda me acerco a visitar Naqsh-e Rostam, unas tumbas excavadas en la montaña y que según cuentan, recuerda a Petra en Jordania. Al no haber visitado ni Jordania ni Petra, no puedo dar fe de ello. Si que puedo confirmar que ver las inmensas tumbas en las rocas impresiona, e impresiona mucho. Pareciese que hubiese sido una mano divina quien las haya esculpido y no la mano del hombre. Es seguro que Darío el Grande descansa en una de las cuatro mastodónticas tumbas, siendo sus acompañantes una incógnita. Poco importa quien allí esté enterrado para poder disfrutar de la magnitud de la obra y para disfrutar de los bajorrelieves esculpidos en la piedra que muestran batallas a caballo, o a un emperador romano derrotado, o un rey aqueménida a caballo y victorioso. Una seria de historias que hacen que las tumbas sean un lugar impresionante y que me quede ensimismado observando el paisaje rocoso. Como siempre, la mejor vista está en lo alto, en este caso la mejor panorámica la tenemos al subir a un montículo frente a las tumbas desde donde su vista es impresionante.
Pasagarde, descanso eterno para Ciro el Grande
Para terminar el viaje por el pasado persa y que el trayecto que había comenzado en Persépolis fuese completo, me acerco hasta Pasargade (la antigua capital del imperio), a saludar a Ciro el Grande, quien allí descansa (otra suposición más) en una tumba de piedra caliza. Le saludo y me despido. Me despido de Ciro el Grande y de un recorrido por la historia del Imperio Persa que me ha dejado fascinado. Los paseos por la historia me suelen dejar con un sentimiento de ensoñación, imaginando como se viviría en la época concreta y cuan bonitos deberían de ser los palacios y jardines, pero también me queda siempre esa pena de imaginar a los constructores físicos de dichos edificios, muchos de ellos dejándose la vida en su construcción. En este caso, parece único para la época, quien construyó la ciudad no fueron esclavos sino trabajadores remunerados provenientes de todos los países del imperio. Hasta en eso suena bien la historia de Persépolis.
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