Tras dejar atrás las ciudades más populares del país, mi periplo por Albania continuaba hacia parajes menos transitados. Berat y Gjirokastra me parecieron espectaculares, unas ciudades maravillosas, encantadoras y merecedoras de todos los adjetivos que había escuchado sobre ellas, pero era tiempo de continuar camino. De nuevo una furgoneta de pasajeros me llevaba. Poco a poco iba acercándome al este. Con el traqueteo del vehículo y las animadas conversaciones de los pasajeros (las cuales no comprendí, claro está), llegaba a Permet, ciudad cercana a la frontera griega.
Además de alejarme de lugares más turísticos, el motivo de acercarme hasta Permet era ver el puente otomano que se encuentra a pocos quilómetros de la ciudad. Una obra arquitectónica preciosa que sigue en pie luciendo estupendamente.
Permet, «la ciudad de las rosas» y su puente otomano
En Permet se nota que no existe el poso turístico que encontré en otros lugares de Albania. La gente sigue viviendo de forma pausada, charlando a la puerta de sus casas, paseando de noche por la calle principal mientras disfrutan del fresquito nocturno del caluroso verano albanés, niños jugando por las plazas, terrazas concurridas. Tranquilidad y alegría, en resumen. Una ciudad que toma su nombre de un héroe llamado Premt, quien prefirió morir arrojándose desde la gran piedra que hay en el pueblo, antes que hacerlo a manos enemigas.
Aunque fue Permet una ciudad prácticamente destruida durante la II Guerra Mundial por italianos y alemanes, en la actualidad se palpa una gran vitalidad, energía que le transfiere la gente joven que ocupa y disfruta de sus calles. Quizá sólo sean cosas del verano. Décadas atrás, Permet se hizo popular durante la guerra por la batalla ganada por los partisanos, dirigidos por Enver Honxa y Mehmet Shehu, durante el mes de julio del año 1943. Una vez Honxa instalado en el poder y la paranoia instalada en su cabeza, su antiguo compañero Shehu comenzó a ser una molestia, llegando el dictador a acusarle de espionaje, a «suicidarle», y a llevar a su familia a un campo de concentración.
Santa María de Leusa, una joya bizantina
Para llegar al pueblo de Leusa hay que subir andando por un camino empedrado sin asfaltar. Los lugareños hacen el camino con la naturalidad que les da hacerlo a diario. En mi caso, reconozco que la subida y el sol hicieron que lleguase sudando y cansado. Una vez más volvía a caminar bajo un intenso sol que me achicharraba. No se que me ocurre que la hora azul y la hora naranja en los viajes pero se me escapan muchos días, eso sí, la hora chicharrera no me la pierdo nunca.
Quería ver la iglesia ortodoxa de Santa María y era el único momento que tenía disponible. El calor no iba a ser un impedimento para disfrutar una autentica joya. Una iglesia que guarda en su interior pinturas iconográficas de la época bizantina. Una maravilla que ha resistido de forma increíble el paso de los tiempos, de las guerras, de los incendios y de los saqueos. Una obra de arte que no siempre está abierta y que no se si podré visitar tras mi sudoroso caminar.
Es una día de suerte. Tengo la fortuna de que cuando llego hay un grupo de turistas americanos a los que les han abierto la puerta para disfrutar del interior. La chica del pueblo, que les ha servido de guía, me dice que puedo pasar a ver las pinturas, que ella espera hasta que termine, que luego cierra la puerta, que me tome el tiempo que necesite para disfrutar. O eso creo entender. Siguiendo su consejo, eso hago. Entrar en Santa María de Leusa es hacerlo en un trozo de historia pintado. Es contemplar una obra maestra adherida a las paredes de una iglesia alejada de cualquier sitio transitado. Es poder ser partícipe de un golpe de fortuna en forma de frescos. Me hubiera quedado horas contemplando los murales, pero la chica que tenía que cerrar, aunque nada indicase que tenía prisa, tampoco quería que esperase por mi toda la tarde. Nunca es bueno abusar de la hospitalidad de la gente, así que marcho dando las gracias, con la sensación de haber visitado una colección pictórica más que una iglesia, y pienso que qué suerte, que la caminata bien ha valido la pena. Quizá, el que se parezca más a una galería de arte que a un templo religioso, fuese lo que le salvo a Santa María de Leusa de arder en la II Guerra Mundial. Quién sabe, el arte tiene estas cosas.
La vuelta del camino es mucho más llevadera, y tras el descenso llego a de nuevo a Permet, quizá una de las ciudades que mejor impresión dejó de mi periplo por Albania. Considerada una de las urbes más verdes y limpias del país, es un ciudad grande pero recogida, limpia. Una ciudad muy habitable. Además, debido a la gran cantidad de ellas que se encientran por el pueblo, es conocida como la “ciudad de las rosas”.
Tras visitar la iglesia y las pinturas de la iglesia de Santa María en Leusa durante el sol abrasador del mediodía albanés en verano, por la tarde me acercaría hasta el popular puente otomano de Benje acompañado de una tormenta. Para compensar digo yo. O para hacer el día más completo meteorológicamente. Un puente otomano rodeado por aguas de termas naturales en las que la gente pasa las horas disfrutando del agua y de las vistas. Hay diferentes fuentes que fluyen por los alrededores del puente, formando pequeños lagos, cada uno de ellos utilizado para diferentes tratamientos: acné, problemas de piel, reumatismo, …hay incluso unos barros, que según dicen, son los responsables de que los ancianos del lugar mantengan una piel fresca y joven. Hay visitantes no sólo de los alrededores, sino de todo el país, que se acercan a pasar horas en el agua en total relajación a curarse alguna dolencia.
El puente, poco transitado en la actualidad, sirve para otorgar al lugar una imagen de postal. Es conocido además de por su nombre, como “el puente del juez” (Ura e Katiut). Apelativo que le viene de una leyenda que cuenta que durante el tiempo que Albania estuvo ocupada por los otomanos, un juez (katiut en turco) cayó del puente y fue asesinado. Una desgracia para el juez, pero un sobrenombre para el puente.
Pogradec, a orillas del lago Ohrid
Tras disfrutar del puente y del arte bizantino en Leusa, mi camino continuaba hacia Pogradec, ciudad situada en las orillas del lago Ohrid. En realidad mi destino era el pequeño y encantador pueblo de Lin, pero en Pogradec haría parada y fonda. Recorriendo su paseo marítimo constato lo que me habían comentado. Se trata de una ciudad en la que las familias van a pasar sus vacaciones estivales por su clima agradable y sus servicios. Cuando en otros lugares de Albania el calor es insoportable, en Pogradec se está en la gloria. El lago que baña la ciudad además de ser Patrimonio Natural y Cultural de la UNESCO, cuentan que alberga en sus aguas un raro pez, “Corán”, una especie de trucha que no se encuentra en ningún otro lugar del mundo. Y me lo creo aunque no vea dicho pez. Me dicen además que el lago tiene cuatro millones de años. Y me lo creo también, aunque no consiga hacerme una idea de cuánto tiempo es eso. Mi mente como mucho llega a los miles de años (si son pocos), más que eso me pierdo. Deben ser muchísimos. Es Pogradec de esos lugares que parecen que no tienen nada que ofrecer al visitante pero en los que se está muy a gusto.
Lin, uno de los pueblos más bonitos de Albania
Y si en Pogradec me encuentro descansado y relajado, a pocos quilómetros hallo un pueblo de esos de cuento. Lin se sitúa en una pequeña península que se adentra en las costas del famoso lago que separa Albania de Macedonia. Sus calles, su ubicación, lo apacible de su ambiente y el lago Ohrid, otorgan al bello pueblo de Lin una estampa pintoresca preciosa. Deambular por sus calles, disfrutar de sus pescados, observar el ir y venir de los lugareños con sus burros y sin ellos, ver las lanchas adentrarse en el lago, escuchar las campanas de la iglesia, o ver jugar a los niños en la calle sin preocupación alguna más que la de disfrutar, sin quererlo me hacen recordar que no hace tanto la vida era así o parecida, al menos las de aquellos de nosotros que crecimos en un pueblo.
En Lin no se ha detenido el tiempo (el tiempo nunca lo hace), pero sí que es una vida diferente a como se conoce en otros lugares. Los pueblos es lo que tienen, y si encima son preciosos y los baña un lago, pues mucho mejor. No había encontrado donde pasar la noche con lo que había de volver a Pogradec a pernoctar. El periplo albanés iba llegando a su fin, y el paso por el este sin duda había sido una de las sorpresas agradables del viaje. En breve volvería a Tirana, donde todo es diferente.
Antes de llegar nuevamente a la capital, pasaría Korçe, uno de los centros culturales de Albania, además de ser un importante eje económico. Hay en Korçe barrios antiguos, museos únicos como el de Educación, situado en lo que fue la primera escuela albanesa abierta en 1887, o un cementerio de soldados franceses caídos durante la I Guerra Mundial, pero que encuentro cerrado cuando me acerco a visitarlo. No importa, desde fuera también se puede contemplar. Caminando por la ciudad encuentro su colorida catedral y una mezquita a no mucha distancia, gentes visitando y celebrando en una y otra sin ningún tipo de problema. Ha sido la ciudad durante años un centro religioso importante tanto para cristianos ortodoxos como para musulmanes. Han compartido musulmanes y cristianos un espacio y una ciudad que a ambos les pertenece. Sin duda, un ejemplo más de la convivencia y del respeto que se respira en Albania. Una convivencia y un respeto hacia el otro, sin importar el credo que profese, que es sin duda el recuerdo más importante que me llevaré del país.