El Himalaya posee una energía que hace que sus moradores sean agradables, afables, tranquilos, … buena gente. Quizá sea su cultura (y su religión), que todo lo impregna, la manifestación de una fuerza por la que el viajero percibe, desde el principio, sólo buenas sensaciones de sus gentes. Pero, si el Himalaya es especial, Bután es único: es el país con el que siempre he soñado, creo que incluso antes de saber de su existencia.
Único por su encanto desconocido, quizá por el hecho de haber estado cerrado al turismo hasta 1974 o por ser un país pequeño entre montañas; quizá porque concentra esa esencia rica en sensaciones o porque, al caminar por sus bosques y encontrar un monasterio a la vuelta de un recodo, piensas que estás viviendo dentro de un cuento y te conviertes en protagonista de una de esas historias inverosímiles sobre las capacidades del hombre.
La verdad es que en ese entorno sus leyendas acaban pareciéndome lo más normal. Tal vez porque durante la estancia en el pequeño reino, ya sea andando o en coche, paso por puertos de montaña con fascinantes estupas, a veces hasta 108 reunidas, porque por los bordes de la carretera van tranquilamente yaks o porque encuentro banderas de rezo por todas partes; o será porque en las montañas paso junto a banderas blancas que honran a los muertos o quizá por el movimiento de las ruedas de oración o por los camiones pintados en una cotidiana expresión de color; o porque, al subir durante casi tres horas de caminata al Nido del Tigre (Paro Taktsang), descubro que los relatos que parecían inverosímiles quizá no lo sean tanto. Ver desde abajo el monasterio es impresionante, pero no tanto como después de ascender a la cumbre, cuando lo tengo frente a mi y lo hallo colgado sobre un acantilado; y, tras el impacto trato de buscar respuestas (¿cómo fue posible su construcción en el siglo XVII?). Es entonces cuando empiezo a creer que quizá sí, quizá los tigres volaran en algún tiempo. Quizá sea real que Guru Rinpoche volase a este lugar a lomos de un tigre. No hay otra explicación posible. Poco a poco, los relatos de apariencia fantástica cobran sentido y las percepciones no son tan reales como creemos. Si la subida (con barandilla incluida) me parece un sueño en el siglo XXI, no quiero ni imaginar cómo sería adentrarse sin más soporte físico y emocional que el afán por llegar al Nido del Tigre; y mucho menos cómo sería transitarla en el siglo XVII, cargado con piedras para su construcción.
Desde el principio del viaje al pequeño reino del Himalaya la experiencia es fascinante; desde ese mismo instante en que aterrizas en Paro, la puerta de entrada si llegas por el aire. Una vez que tomas tierra, eres consciente de que acabas de entrar en un mundo maravilloso, un mundo imaginario, otro mundo que está en este. Un mundo en el que disfrutar de una arquitectura de ensueño, una arquitectura espectacular que hace de Bután un país sublime.
Puede ser que todas esas preguntas no tengan sentido entonces ni hoy, puede ser que esa fe asumida, que esa religión, que no se enseña en las escuelas sino que se vive en y desde la privacidad del hombre, hagan innecesarias las preguntas; puede ser que las referencias históricas y religiosas tengan la virtud de la libertad. La influencia religiosa se palpa a cada momento y en cada aspecto de la vida (memoriales, dzongs, caminos de peregrinaje, templos, monasterios, valles sagrados, montañas sagradas,…), las historias fascinantes e inverosímiles son el relato de su historia y de su vida cotidiana.
Drukpa Kunley: maestro, poeta y aficionado a mujeres y alcohol
¿Y qué decir de Drukpa Kunley, Madman, gran héroe en Bután; gran maestro, poeta y, posiblemente, quien introdujera el budismo en el país? Se estableció en el monasterio de Chimi Lhakhang a finales del siglo XV; aficionado a las mujeres y al alcohol, fue el responsable de esa iconografía fálica que ilustra las paredes de las casas y adorna sus estancias (más en las zonas rurales que en las ciudades). No creo que haya falos pintados en ninguna casa del mundo aparte de Bután (y quizá salvo en el prostíbulo de la destruida Pompeya); es lo que tiene eso de espantar los malos espíritus o invocar a los buenos: cada cual lo hace a su manera. Con personaje tan peculiar cómo no vas a considerar normal que llegara a Bután siguiendo la trayectoria de una flecha lanzada desde el Tíbet, a cientos de millas de distancia.
No creo que haya otro país en el que su rey quiera abdicar y que el reino pase a ser una democracia y el pueblo le diga que no, que quieren que siga. Me cuentan que no todo es idílico en Bután, que también tiene problemas internos pero mi estancia no dio mucho de sí, así que con poco fundamento podría hablar de ello. Lo que sí puedo confirmar es que deambular por Bután ofrece una sensación suprema de paz, de armonía, de sensación de bondad de sus gentes. Si con sus paisajes creo formar parte de un sueño, lo que hace tan especial el país es ser un lugar donde se vive despacio y se conversa tranquilamente; allí el stress es una sensación desconocida, allí encuentra su terapia una dolencia que sus gentes desconocen. Desconozco si el índice de felicidad del que tanto se habla es cierto o no: pero por lo que vi y conocí, en Bután habitan gentes básicamente buenas, para quienes la familia tiene un papel central; y claro, ¿quién se les resiste a ser uno más de esa gran familia? Sin más remedio, me quedo cautivado por ese espíritu.
Hay tan pocos coches que no hay semáforos (quizá el único país del mundo); los hombres tienen como indumentaria una falda y el tiro con arco es el deporte nacional, ya sea en el Estadio Nacional o en cualquier lugar despejado; está prohibida la venta de tabaco, mascan una cosa llamada doma (nuez de betel envuelto en hojas, que impregna la boca de rojo) y el animal nacional es el takin (“mezcla de Dios y Yak”). Todo, en una suma de personas, escenarios, historias, leyendas y costumbres, alberga la sensación de haber abandonado por unos días esa realidad que se nos hace creer que es única….salvo en Bután. Con ese sabor que dejan las buenas historias, me marcho, apurando la última mirada sobre el Himalaya. Imagino que siempre estará ahí, esperando mi regreso.